Una postal de Rosa Luxemburgo

Luis Sebastián López Serrano

El anciano merlín, en su tumba luminosa,

Donde le hable cuando era joven.

Rosa Luxemburgo paseaba temblorosa por el pequeño jardín de Wronke, la prisión en que vivía desde casi un año atrás. Lugar, que pese a serle nada comparado con la libertad, le parecía apacible y, con libros en su celda, podía incluso recibir el nombre de hogar. La razón de sus temblores era una sola: La noticia recibida la noche anterior sobre su próximo traslado a Breslau, otra prisión más, pero sobre la cual no tenía noticias que versaren sobre sus condiciones particulares. La angustia devoró a Rosa toda la madrugada ¿Permitirían la recepción de libros? Sería una tragedia enorme no poder recibir las trascripciones de Soniuska de la obra de Goethe ¿Permitirían que continuase su intensa correspondencia con sus amigos en libertad y compañeros de partido que aparte de los libros, era lo único que la conectaba con el mundo exterior y le permitía algunas ensoñaciones?

Finalmente, después de una noche tortuosa llena de angustia sobre su futuro, Rosa se permitió un último paseo primaveral por su ya muy estudiado jardín. Pese a la época del año, el día carecía de luz, el sol asomaba apenas unos cuantos rayos que se escapaban al cuerpo de nubes negras que abrazaban la esfera celeste. Sin embargo, el paseo era necesario, por una exigencia de índole espiritual, de esas que no se pueden explicar, pero impulsan a la acción con fuerza irrefrenable.

Accedió a su jardín por medio de un conjunto de oxidadas y pesadas celdas.  Lo vio, cómo se ven las cosas cuando se tiene conciencia de que se les extrañará y de que ese es el último vistazo que se podrá brindarles. Lo recorrió a detalle, desde el más pequeño pétalo de la menos agraciada orquídea, hasta la más esplendida hoja del álamo blanco más alto.

Observó que las hormigas habían ya terminado los túneles que cavaban bajo un castaño, y recorrían el jardín en busca de alimentos. Miró con alegría las formas de comunicación de los pequeños insectos, formando caminos y dándose ordenes que figuraban besos; notó también que en su camino los diminutos seres formaban líneas rectas, imaginó que estos eran conscientes de los estudios matemáticos de la época clásica y, que tenían noción plena de que la distancia mínima entre dos puntos es siempre un trazo lineal. Dicha idea causó en ella una tímida sonrisa.

Continuo su camino por el empedrado que rodeaba todo el cuadrángulo que ocupaban las flores, árboles y pastos. La visión del pequeño estanque a las orillas de la vereda desgarró de forma profunda aquel corazón que ya estaba bastante agitado, le recordó al pájaro carbonero que la acompañó durante sus paseos el pasado invierno y a quien alimentó todas las noches desde aquellos días, “Mi pajarito vendrá y no va a encontrarme”, suspiró y debió ahogar una lagrima que amenazó con escapar de forma impetuosa de sus ojos.

Recorrió todos y cada uno de los árboles del jardín, desde la aun joven acacia hasta el viejo álamo blanco, mismo que en su juventud confundía poéticamente sus hojas con pétalos de flores blancas. En particular, el más viejo de todos, un castaño, le hizo eco de su vida en libertad, llegaron a su mente recuerdos, llenos de luz, de Luisa y Hans riendo a la sombra de un robusto castaño, Luisa cantando “Creó el edén, la eterna luz, creó la tierra y tu figura”.

De regresó en su celda, al observar por su ventana, la recibió el anochecer. Al esconderse el sol, el cielo resplandeció por unos minutos de un profundo rosado que Rosa comparó con una sonrisa cálida. Como una despedida del sol de Wronke, sol primaveral para el corazón de la revolucionaria prisionera.

En la oscuridad, a la luz de la vela retomó su pausada correspondencia con Soniuska. Dio inicio a su carta con un “Puesto que mi agonía aquí en la cárcel se prolonga más de lo que yo al principio había supuesto, va usted a recibir mi último saludo desde Wronke”, finalizó su pequeño mensaje con una resignada despedida “Hasta la vista, en mi novena cárcel. Su fiel, Rosa”.

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